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El Vuelo único

 

El vuelo único, Algaida, Sevilla, 2006.

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Con El vuelo único mereció el poeta granadino Reinaldo Jiménez el X Premio de Poesía “Alegría”, convocado por el Ayuntamiento de Santander dentro del marco de los premios de creación literaria que en homenaje a la figura de José Hierro se instituyeron primero en sus modalidades de poesía y relato para jóvenes cántabros y, más adelante, en esta convocatoria abierta que recuerda en su nombre uno de los libros memorables de Hierro.

Una primera lectura del poemario nos permitiría ya apreciar algunas de las virtudes en fondo y forma de un libro moderno, vivo y a un tiempo denso y amable. En lo que a los aspectos formales se refiere, opta Jiménez por el verso generalmente breve, seco y cortante a veces, en una ordenación de las palabras que, engañosamente, podría hacernos leer en clave prosaica, dejándonos llevar por ese empuje lector al que conduce la presencia constante de encabalgamientos. Una especie de trampa que habilita dos formas de aproximarse a los poemas, una más rápida, que ahondaría en las raíces significativas de cada fragmento y trataría de ayudarnos a desvelar el viaje interior que late en cada una de las poesías integradas en el libro, pero también otra más pausada, menos evidente, en la que Reinaldo Jiménez nos muestra un importante trabajo rítmico que llena de serenidad e incita a recrearse en las pausas versales. Se muestra así un rasgo que habita la mayor parte de los poemas, ese toque clásico que se recrea en las combinaciones de heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos blancos (omnipresentes hoy en la poesía española).

Sobrio y preciso es el uso que el poeta hace de la retórica. A través de un lenguaje sencillo, Reinaldo Jiménez no quiere ser del todo, en la oposición ya clásica, ni comunicador ni inefable (se aparta, eso sí, de cualquier tentación esteticista). Y por ello dosifica la información, las claves de la experiencia personal que laten en la apertura de cada poema, agranda poco a poco la invención subjetiva utilizando imágenes afortunadas pero contenidas para retorcer la dirección de las palabras y cierra el poema con un viaje interior que a un tiempo ahonda en la mirada más parcial del poeta, en su concreta emoción, y universaliza el canto, categoriza transformando este árbol en el árbol (“Advierto bajo el árbol –no ya éste,/ sino el árbol que acaso perdura inextinguible/ en la cámara íntima de nuestras emociones-/ que es el tiempo en que hablamos/ de aquello que conmueve/ el que duele, el que canta.”). Con eficacia, con maestría, con no poca belleza en los momentos altos del libro, transforma pues Jiménez la realidad sensible en afirmación, en construcción de un universo emocional, espiritual, filosófico que va abriéndose a lo largo de las páginas, ganando coherencia y delimitando las claves que conformarán el único vuelo posible a que el título nos convoca.

Pero ¿cuál es ese vuelo? ¿en qué claves debemos apoyar el edificio personal que se nos muestra? No en el apego al fotograma descriptivo de cierta poética realista, aunque en algunos momentos de El vuelo único se nos recuerde la fuerza de esa escritura (“Quizá porque haya puesto la tormenta/ en fuga a los bañistas y parece/ el mar un mar de invierno he revivido/ este mismo paisaje hace ya muchos años/ cuyas lindes mirábamos henchidos de proyectos.”). Tampoco en la exploración casi mística que utiliza el lenguaje para aproximar quién sabe qué oscuros paisajes revelados, si bien el propio poeta nos realza la presencia de esa búsqueda en su exploración (“Las palabras tan sólo nos acercan/ al territorio de lo impronunciable.”). Es notable cierta penetración de la poesía meditativa o elegíaca que se impone en la última década como uno de los paradigmas más comunes en la lírica hispana, y de la que Reinaldo Jiménez se muestra conocedor tanto en ese remansamiento métrico al que antes nos referíamos como en los temas, la complacencia por la mirada calma, la omnipresencia de la naturaleza, la espiritualización, el tono aforístico de ciertas afirmaciones y una cierta melancolía que atraviesa el edificio entero. Pero tampoco sería justo ni posible adscribir El vuelo único a esta corriente. Porque la mirada del granadino no es estática, complaciente, sino que la estructura que expuse de mirada / retorcimiento / trascendencia que se acomoda a la mayor parte de los poemas nos abre un cuarto hilo, una nueva tradición imprescindible para urdir la trama del vuelo: la celebración.

Me parece importante resaltar esa experiencia de la celebración, el vitalismo con que Jiménez se aproxima al medio natural y le roba el alma, lo espiritualiza y lo re-liga (hay un pulso religioso evidente en poemas como Viernes Santo, pero que de manera más sutil da sentido a otros como Limpidez de la noche). Se apodera poco a poco de la lectura este sentido de exaltación que con anclajes en los místicos castellanos dio tanto fuego a las palabras de Claudio Rodríguez, pero también de Jesús Hilario Tundidor, José Luis Puerto o Ramón García Mateos, por citar cuatro generaciones diversas de celebradores. Todos, por cierto, castellanos, de la Castilla vieja. Me parece importante, insisto, la idea de la celebración en El vuelo único porque es esa furia por festejar la vida, por apartar lo sombrío y recordar lo excelso (Contemplo estas ruinas. Miro / el hontanar del tiempo, no su decrepitud”), por alumbrar y reír hasta en la paradoja (“Y en los ojos / de quien contempla / el inefable rostro de la tarde / hay una lágrima / terrible / de alegría.”). Porque es esa trascendencia buscada, esa construcción hímnica, ese girar alrededor del luminoso pan de las incertidumbres donde se afirma la voz de Reinaldo Jiménez, donde cobra altura y se nos hace necesaria, humana, moral, luminosa: “He de abrir las ventanas/ a la luz venidera./Cerrar con paz los ojos./Respirarla”.

 

Por REGINO MATEO
Revista de Cultura Qvorvm

POEMAS DEL LIBRO

 

EL BÚHO


Clareaba la aurora de febrero

y la tierra exhalaba un vaho de humedades.

Era el paisaje todo

evocación de un alba remotísima,

de un mundo apenas

recién inaugurado.

Sorprendido

del sol, sobre la cumbre

que trazaba el tendido de unos cables eléctricos,

se hacía de quietud su estampa muda.

Supuse que vendría de otro tiempo,

no del recinto de la noche. Hablo

de ese confín donde prendiera un día

con su prístina llama la conciencia.

¿Era de todo cuanto nombra

la luz al desleírse testigo, o solamente

el ciego espectador de un mundo en llamas?

Levantó luego el vuelo hendiendo el aire

-hasta entonces intacto- hacia el cobijo

de un robledal tallado en la distancia.

Huía de la luz, como yo huyera,

a un paisaje interior donde se erige

un mundo sin contornos.

Y alcé también con él

un unísono vuelo. El vuelo único.


 

 

EL PANTANO

 

Algo queda en nosotros más allá del instante

en el que contemplamos.

Algo

que sin saberlo ya estuviera

en el limo de nuestra inteligencia,

y que pertinaz busca

el paisaje solícito de su decantación.

Así he llegado al lecho

fantasmal de un pantano que las largas sequías

desecaron. Emerge

entre el lodo un osario de ramas y de juncos

del que pende el ropaje

de las pálidas algas. A los lejos,

apenas espejismo,

la lámina del agua y unas cárcavas

blanquecinas al fondo hieren la tierra estéril.

Y he sentido de pronto

que en esta hostil belleza no reside

la emoción consabida que extraemos

de ese páramo yermo de soledad y fangos,

 

que acaso inatendida esa emoción

preexiste en el oscuro

légamo donde se hunde el pensamiento.

Mirar es agitar la luz o el lodo.

 

 

 

 

EQUILIBRIOS



Un temblor desoído, una pujanza,

rige todo si adviertes. Un equilibrio al cabo.

Y ese oficio nos lega un miedo predecible;

como quien caminara al borde de un abismo.

Cada fuerza está en pugna

con su fuerza contraria.

Una cuerda invisible tensa el mundo.

Y tan sólo ese afán es perdurable:

sucumbe en su promesa cada fulguración;

en el celado envés de lo que prevalece

la fiebre de existir exhorta

la inminencia.

Cada contrario es del otro su impostura.

No una transmutación, una alternancia,

un ardid de equilibrios nos gobierna.

Contra la eternidad

un solo instante.


 

 

VIDES

 

El aliento del frío ha incendiado estos campos.

Arde rojo diciembre entre las vides.

Qué fuego extemporáneo en la mirada.

Qué impetuosa sed nos hace

raíz del pensamiento al contemplarlos.

Remontamos el curso de la savia,

se eleva nuestra fe

hacia algún reino mineral que fuimos,

hasta que un vino inmemorial nos ciega.

Bebe la sed del hombre

este vino solar contra lo oscuro.

Sigue ardiendo diciembre entre las vides rojas.

 

 

 

 

LA MIRADA


Todo aquello que miran

tus ojos es un fuego,

una piña de lumbre que socava

el día.

Solamente

su corazón encierra

la última verdad

que tu mirada busca.

Ciego estarás al ver

la persistente llama que te vela

el mundo,

ardiente corazón de lo que se consume

serás si penetraras

en ese centro

que no disuelve el fuego.

 

 

 

 

LA NEVADA

 

No están acostumbradas estas tierras. De súbito

la nieve, sin que nadie pudiera anticiparla

ha irrumpido en la viñas y en los campos

de bíblicos olivos.

Es dominio del sol, no obstante,

este paisaje y vibra bajo el mudo blancor

un idioma de fuego.

La tierra guarda, como guarda todo,

la impronta de los días sucesivos.

He querido plasmar este momento,

conformar con palabras la instantánea que diera

eternidad al gozo de los sotos nevados.

Una voz, sin embargo, que reconozco mía,

se ha alzado desde un centro

que quizá haya forjado la pujanza

del sol también sobre lo humano:

No cantes a la nieve.

Canta quien canta al fuego.

 

 


LA MAÑANA

 

Estamos junto al mar y me parece

que tu voz levantara la mañana.

Dices del sol que se alza en su pureza;

del cabo tutelar, dragón dormido,

por cuyas venas fluye la gravedad y el agua;

del bronce inesperado de los pequeños peces

que fugazmente rompen

quietud y transparencia;

de lo hermoso que es

la playa tan a solas y ese vuelo

de algunas

gaviotas que no trazan

en el cielo destino.

Y remontando el curso

de tus palabras logro penetrar

en aquello que nombras.

Desde dentro de todo

mi mirada converge

en ese centro exacto,

que sin saberlo tú,

de la mañana eres.

 

 

 

 

CIELO DE JUNIO

 

Si no fuera por esta

urdimbre de vencejos se diría que el cielo

de junio yace inmóvil.

Han varado en la alta

latitud del ocaso, de espumoso velamen,

los buques de las nubes.

Y en su flama celeste, estertor de qué mundo

subterráneo, llamean

las últimas ofrendas de las jacarandás.

Pulso son de la tarde los vencejos.

Un sólo corazón

disuelto en las arterias de los aires.

Convalecemos de la luz de junio

en la desidia

mientras araña el coro de sus voces

la angostura de nuestro pensamiento.

Y no se alcanza

sino a mirar al cielo y ver que trenzan

en el espejo de nuestros propios ojos

esa red que preserva la alegría

.

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